Un día como hoy, en 1933, murió Hipólito Yrigoyen, el primer presidente democrático de mayorías, y el primero de ellos en ser reelecto. Partícipe de la Revolución del Parque, líder en la del invierno de 1893 y en la febrero de 1905. Todas con el objetivo de consagrar el derecho universal al voto secreto y obligatorio.
La Ley que pateó el tablero de la historia triplicó el padrón electoral en 1916 y lo octuplicó para 1928.
“Fue muy desagradable. Han desenganchado los caballos y han arrastrado la carroza presidencial por las calles, vociferando injurias y lanzando vivas. Parecía el carnaval de los negros. Hemos calzado el escarpín de baile durante tanto tiempo y ahora dejamos que se nos metan en el salón con la bota de potro”, dijo la prensa detractora de su llegada en 1916.
Así desembarcó en la Rosada el único líder que se levantó en armas y enfrentó a las fuerzas del orden conservador al que caracterizó como “el régimen falaz y descreído”.
Austero, movido por la ética krausista, el hombre de la causa reparadora donó su sueldo presidencial a la ayuda social y vivió en un pequeño departamento a metros de la estación Constitución.
Designó ministros sin abolengo y fue el primero en colocar civiles al frente de las carteras militares. Una revolución en democracia. Acompañó la Reforma Universitaria que marcó un hito a nivel global. Nacionalizó la explotación petrolera.
Dialogó y legisló en favor de los más postergados, a pesar de la férrea oposición parlamentaria conservadora.
Magnetismo y misticismo forjaron su liderazgo sobre la idea de una religión cívica. “La UCR es la Nación misma”, escribió.
La fe de multitudes nunca antes visibilizadas, las de “la chusma radical” que lo llamaban El Apóstol o El Hombre.
“Vuelvo por mi ley de petróleo”, confesó a sus 76 años en la presidencial de 1928. El 61 por ciento lo respaldó y en la historia quedó grabado como el plebiscito.
Pagó caro su enemistad con los factores de poder y los coletazos de la crisis económica de 1929.
Sus enemigos lo acusaron de inoperante, viejo y senil.
¿Casualidad? Un general salteño corporativista se cargó la democracia. Socarronamente el pueblo lo renombró como “Mariscal Von Pepe”.
El 6 de septiembre de 1930 estalló el golpe. Centenares saquearon la modesta habitación de la calle Brasil, de donde sus amigos lo arrancaron minutos antes.
El relato de la derecha había instalado el mito en las calles, acerca de las dobles paredes que escondían lingotes de oro. Otra fake news.
El Comité Nacional y las redacciones de los diarios La Calle y La Época también fueron incendiados. Hasta el cafetín y cigarrería, enfrente de su casa, sufrió el saqueo.
ANCAP en Uruguay, YPFB en Bolivia y el CNP en Brasil nacieron para replicar el cauce yrigoyeneano de YPF.
Mientras, los gabinetes de la década infame se llenaron de abogados de las petroleras extranjeras.
A pesar de su edad y salud esquiva, Yrigoyen, preso en Martín García, hasta preanunció el triunfo bonaerense de Pueyrredón-Guido, que aguó el sueño uriburista.
Hasta 1933 fallidas asonadas intentaron reponerlo. Murió en pleno centro. Centenares de miles llevaron su ataúd a pie al Panteón de los caídos de la Revolución del 90.
Debieron pasar cincuenta años para que Alfonsín vuelva a enamorar a las grandes mayorías y consagrar ese amor, justo a metros de su última morada, en el Obelisco.
H. Rodrigo Estévez Andrade
Licenciado en Periodismo
Posgrado Comunicación Política UCA