“A paso firme y con rostro preocupado, Raúl Alfonsín recorría lentamente los pasillos de la enfermería de la cárcel de Villa Devoto. En aquellos días de finales de septiembre de 1976, signados por el terror, la violencia y el miedo, el dirigente radical había llegado hasta allí en la búsqueda de Mario Abel Amaya, su referente en la Patagonia, detenido por la entonces flamante dictadura militar el 17 de agosto de aquel mismo año. El ministro del Interior, Albano Harguindeguy, su viejo camarada en el Liceo Militar, lo había autorizado a visitar la cárcel en medio de la cacería que aquella gestión había lanzado contra opositores políticos al régimen de facto que encabezaba Jorge Rafael Videla.
-¡Raúl, Raúl! Le gritó Amaya con un hilo de voz. Sorprendido, Alfonsín se volvió hacia él. Había pasado a su lado y no lo había reconocido. Los vejámenes y las torturas habían dejado huellas indelebles en Amaya, que a sus 41 años pasaba lo que serían sus últimos días, antes de convertirse en un mito para la historiografía del radicalismo, y sin llegar a ver a su jefe político, triunfante en su llegada a la Casa Rosada, el 10 de diciembre de 1983”.
Así comienza la reseña que Jaime Rosemberg publicó en el diario La Nación, recordando al exdiputado nacional chubutense de la UCR hasta el 24 de marzo de 1976, activista reformista en la universidad y abogado defensor por violaciones a los derechos humanos, de quien el próximo 19 de octubre se cumplirán 47 años de su muerte.
“Mario Abel Amaya, entre Tosco y Alfonsín” es el libro que Rosemberg editó, el relato “de alguien que sacrificó su vida por sus convicciones”.
En su artículo en La Nación, narra “Amaya se acercó a la UCR cuando el peronismo hegemonizaba el poder y la sociedad. Primero bajo el liderazgo de Ricardo Balbín, Amaya se sintió poco después atraído por el carisma y el discurso de Alfonsín, quien lo arropó y le dio un lugar de privilegio en la estructura partidaria. Leal a su jefe político, Amaya fue uno de los intermediarios en el encuentro secreto que Alfonsín y Santucho sostuvieron a fines de 1975, cuando el gobierno de Isabel Perón tambaleaba entre la violencia política y el caos económico. Con los ojos vendados, Alfonsín, Amaya y Raúl Borrás subieron a un auto en el barrio de Caballito y llegaron a una casa ‘protegida’ del Conurbano bonaerense donde los esperaban Santucho. Acompañaban al líder guerrillero Domingo Menna y Benito Urteaga, que había militado en la UCR en defensa del gobierno de Arturo Illia”.
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